Personas excesivamente serviciales

La verdadera cara de las personas excesivamente serviciales:
«Tanto agradar me está matando»

  • ¿Generosidad o dependencia emocional? Mucha gente oculta en su actitud una falta de cariño y miedos por descubrir

  • La psicóloga Beatriz Goldberg nos indica las señales que avisan de un trastorno no patológico, pero sí causante de mucha infelicidad

  • Aunque a los 50 el comportamiento está muy arraigado, hay una terapia que merece probar para cambiar nuestra relación con el mundo

Hay personas que tienen un corazón grande, demasiado grande para ser real. Es el caso de Jacobo, fisioterapeuta de 53 años de Toledo. Lleva toda la vida escuchando que no debería ser tan generoso. Y de sobra sabe que es el comentario más cariñoso que puede llegar a sus oídos. Su exceso de complacencia le ha convertido en el hazmerreír en demasiadas ocasiones. «No sé si es tarde -nos dice-, pero me gustaría cambiar. En la clínica en la que trabajo soy el blanco oportuno cuando hay que cubrir bajas, turnos o vacaciones. En la familia y con mis amistades, otro tanto. Necesito agradar a todo el mundo, es una pulsión innata que me está matando. ¿Quién se ocupa de agradarme a mí?»

Amabilidad mal entendida

La situación que plantea este hombre es más habitual de lo que parece, pero nadie repara en qué hay detrás de una persona que se comporta siempre servicial, que parece haber nacido para dedicar su vida a los demás sin tener vocación de Teresa de Calcuta. Lo que hay es una carencia que implica mucho sufrimiento e infelicidad. La psicóloga Beatriz Goldberg atiende en consulta trastornos que derivan de una vida mirando por los demás. «La generosidad, la solidaridad, la amabilidad y la empatía son grandes valores, pero si no son auténticos nos pueden dañar. La generosidad auténtica empieza por uno mismo», indica.

En su opinión, si no hay un equilibrio entre lo que se da y lo que uno se permite a sí mismo, puede que exista un problema serio de baja autoestima, inseguridad, dependencia emocional o incluso un trauma infantil. «La consecuencia es una vida de infelicidad autodestructiva con mucha carga ira, frustración, estrés, ansiedad, falta de motivación para cumplir las propias metas y dificultad para mantener unas relaciones sanas».

La inutilidad de mendigar amor

Aunque no hay un único perfil, Goldberg observa que, en general, son personas que sienten una necesidad imperiosa de agradar a todos con el anhelo, casi siempre improbable, de recibir una caricia positiva por hacer las cosas bien. «Le ocurre a mucha gente. En lugar de centrarse en sus necesidades y de aprender a decir no, se esfuerzan constantemente en agradar y en que todo el mundo esté conforme».

Es un argumento que en el cine ha dado mucho de sí. Woody Allen, en ‘Alice’, plantea la frustración de una mujer que se desvive por su marido y sus hijos, pero se olvida de vivir y de atender sus necesidades. Un excéntrico médico le descubre que el origen de su infelicidad es la falta de amor hacia sí misma.

¿Cuántas Alice existen en el mundo?

No es, en absoluto, un comportamiento exclusivamente femenino, según aprecia Goldberg en su consulta. Muchos hombres, también en sus relaciones de pareja, descuidan su mundo interior y sus necesidades, convencidos de que su felicidad está en la felicidad de quienes les rodean y se conforman si pueden contribuir con su granito de arena.

acobo se reconoce en este tipo de personalidad y admite que con su comportamiento siempre atrae a personas incapaces de avanzar sin ayuda o de caraduras que aprovechan su bonhomía. «Gustar a todo el mundo es una aspiración imposible -recuerda la psicóloga-. No puedes ir a la derecha al mismo tiempo que a la izquierda. No puedes dar la razón a quien opina de un modo y a quien dice lo contrario. Y como no puedes quedar bien con todo el mundo, surge la frustración. Aun así, esa necesidad de complacer continúa como un mandato interno, como el directo inconsciente que te va guiando».

Carencias en la infancia

Goldberg advierte que esta actitud suele ser la consecuencia de una falta de cariño que ha derivado en falta de amor a sí mismos. Al indagar en las biografías de estas personas, descubre estilos de crianza en los que hubo carencias emocionales. «Muchos fueron niños a los que los padres nunca les devolvieron la sonrisa o que nunca recibieron felicitaciones cuando hicieron bien las cosas. Crecieron sin que les gustase la mirada que les devolvía el espejo y con el deseo incumplido de sentirse queridos o aceptados».

Aquel niño que repartía sus caramelos en el patio del colegio, no porque le gustase compartir, sino para sentirse parte del grupo, hoy es un adulto pendiente de agradar o sujeto al concepto que el resto puede tener de él, pero sin atender sus propias necesidades. «Se angustia y se frustra, pero su autoexigencia de ser querido es mucho más fuerte». No es, por tanto, altruismo. Si lo fuera no existiría el reproche ante la falta de reciprocidad ni la tristeza que hoy detalla Jacobo al sentir que no recibe por parte de nadie el afecto y la gratitud que merecería. «Tampoco debemos confundirlo con empatía, un valor muy positivo que incluso ayuda a uno mismo a descargar sus problemas para centrarse en cosas más valiosas. Pero si el fin agradar, no se puede llamar empatía», añade esta profesional.

Un mal común en artistas y políticos

Lo está viendo en políticos y muchos artistas que, cuando no reciben las ovaciones o la aprobación esperada, entran en pánico. También en la sociedad, en general, personas que, por miedo a no ser apreciados o sentir que hacen el ridículo, no expresan sus ideas o pensamientos, no se desnudan psicológicamente y asienten con todo. Sea lo que sea. Un problema social, una tendencia o una simple actividad que le propone su pareja. «Acabas escuchando ópera cuando en realidad te gusta la música de los ochenta», dice a modo de ejemplo.

Después de 50 años conviviendo con ello, Jacobo cree haber alcanzado ese punto de inflexión oportuno que le permitirá poner punto final a sus excesos y marcarse a sí mismos unos límites en su generosidad sin sentir culpabilidad. La psicóloga, autora de títulos como ‘Nunca es tarde’, en los que expone cómo salir de este tipo de comportamientos, afirma que existe solución. Sabe que cuando uno llega a esta década con una vida excesivamente condescendiente, el comportamiento está muy arraigado y exige replantearse muchas cosas, pero merece la pena iniciar una terapia que refuerce la autoestima para conseguir autosuficiencia emocional.

Estancarse no es la solución

«Lo que no se puede -asevera- es plantarse en la creencia de que uno es estático y nunca dejará de ser complaciente. Esta actitud lleva a fracasar en las relaciones, a no encontrar un vínculo sano con los demás, justo en una etapa en la que las personas deciden reencontrarse con viejas amistades o crear nuevos círculos. Es el momento de hacer ese pequeño giro y fortalecer la autoestima». Aumentar la confianza implica aprender a poner límites, fijar prioridades e intereses personales, cambiar el diálogo interno negativo por pensamientos más positivos y empezar a identificar a quién se desea realmente ayudar.

Al afianzarse uno mismo, la psicólogo detecta que estas personas descubren que pueden ser queridas, aunque piensen o se muestren diferentes. Todo esto, según asegura, se consigue con una terapia focalizada hacia cómo se ve uno mismo y cómo es su relación con los demás. Hay que analizar los patrones que le llevaron ahí, pero sabiendo que los patrones y los mandatos internos se pueden cambiar.

Perfil de un servicial

Antes de nada, Goldberg aconseja distinguir las señales que nos confirmarán si nuestra personalidad es la de alguien excesivamente servicial. Son muy claras:

  • Dificultad para decir no.
  • Miedo a ser juzgado.
  • Necesidad imperiosa de ser aceptado.
  • Tendencia a asumir la culpabilidad de todo y a pedir perdón si no cumple las expectativas que otro deposita en él.
  • Miedo a mostrarse tal y como uno es.
  • Preocupación permanente por lo que otros piensen de él.